Cuestiones relacionadas
con las leyes del Reino de Dios
¿Qué es el Reino de Dios? (Lc.17.21)
Un reino es el lugar donde
gobierna un monarca. El Reino de Dios está allí donde el Señor reina sobre la
vida de las personas. El Reino de Dios no es visible porque Él no lo es. Se
trata de un Reino espiritual, no de uno visible. Jesucristo dijo: «El reino de Dios está entre vosotros»
(Lc.17.21).
Jesús nos enseñó, en la oración
del Señor, a elevar a Dios la siguiente petición: «Venga tu reino. Hágase tu
voluntad, como en el cielo, así también en la tierra» (Mt 6.10). Esta oración
muestra la importancia que concedió Jesús al Reino de Dios. ¿No podemos afirmar
que el Reino de Dios vendrá cuando su voluntad se respete en la tierra como se
respeta en los cielos, cuando el mundo visible refleje por completo al mundo
invisible? Pienso que sí. En el Reino de Dios todas las cosas están sujetas al
poder divino, al instante, sin dilación. En el mundo visible se resiste la
voluntad de Dios.
El Reino de Dios es eterno. Por
el momento se trata de un reino invisible que está entre nosotros. Dondequiera
que se reúnan dos que honran a Jesucristo, el Rey, y dondequiera que se halle
su Espíritu, allí está el Reino de Dios (véase también «Dinámica del Reino»: el
Reino de Dios, comenzando en Gn 1.1).
¿Cuál es la mayor de las
virtudes en el Reino? (Mt 18.1–4) Si la soberbia es el mayor de los pecados (y
lo es), la humildad debe ser la mayor virtud. La humildad es la que me permite
reconocer que Dios reclama mi vida, que soy una criatura mortal y falible y que
Él es el dueño del universo. La humildad es la que me hace decir: «Soy un
pecador, necesito ser salvo». En la humildad está el origen de toda sabiduría
(Pr 22.4). Las verdades del Reino solamente son percibidas por los humildes.
Ningún soberbio recibirá nunca nada de Dios, porque «Dios resiste a los
soberbios, y da gracia a los humildes» (Stg 4.6). Los humildes reciben la
gracia de Dios y los secretos del Reino, porque vienen a Él como mendigos.
Jesucristo dijo: «Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el
reino de los cielos» (Mt 5.3).
¿Cuál es el pecado más grande en
el Reino? (Mt 23.2–12) El mayor de los pecados es la soberbia, debido a una serie de razones
(Sal 59.12; Pr 8.13; 16.18; 29.23). En primer lugar, la soberbia fue la causa
de que Satanás pecara la primera vez que desobedeció. La soberbia dice: «Puedo
hacerlo mejor que Dios», ¡y Satanás pensó que podía gobernar el universo mejor
que su creador! (Is 14.12–14; Ez 28.12–19). En segundo lugar, la soberbia
conduce inevitablemente al pecado de rebelión. Llevar a cabo llenos de orgullo
nuestros propios planes nos pone necesariamente en conflicto con el plan de
Dios. Por eso la Biblia dice: «Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los
humildes» (Stg 4.6).
No hay forma de mantenerse
neutral en el Reino. O estamos con Jesús o en su contra. Los soberbios se ponen
inmediatamente contra Él, porque no le han rendido sus vidas, poniéndolas al
servicio de su causa.
Por último, la soberbia da lugar
a los sentimientos de autosuficiencia, haciendo que no estemos dispuestos a
aprender de Dios ni de otras personas. Jesús dijo que nos convirtiéramos y
fuésemos como niños (Mt 18.3, 4). Estos son confiados y capaces de aprender;
siempre están atentos a las enseñanzas del Padre.
Pero el soberbio supone que lo
sabe todo y no quiere aprender, mientras las bendiciones del Reino son para
aquellos que las imploran. Si no pides, no recibes.
El nombre de Dios revela esta
verdad. Él es «Yo soy el que soy» (Éx 3.14). ¿Qué soy? La respuesta: El que
provee tu necesidad. Soy sanidad, sabiduría, santificación, provisión, victoria
y salvación. Su gran poder se extiende a todos como un cheque en blanco. Sólo
hay que llenar el espacio de acuerdo con nuestra necesidad. Sólo puedes experimentar
verdaderamente a Dios cuando comprendes que tienes necesidad de Él. Si creemos
que nada nos hace falta, si somos totalmente autosuficientes, no dejamos lugar
para Dios en nuestras vidas. De ahí que la soberbia nos prive de todas las
bendiciones del Reino. La soberbia nos hace pecar contra Dios y contra nosotros
mismos.
¿Qué ley del Reino sostiene todo
desarrollo personal y colectivo? (Mt 25.14–30)
A esto se le llama «la ley del
uso». Jesús contó de un hombre rico que iba a efectuar un largo viaje y
distribuyó sus bienes entre sus siervos (Mt 25.14–30). Les dijo: «Negociad con
ellos hasta que yo regrese». Dos de los siervos invirtieron lo que habían
recibido, pero el tercero no. Cuando su señor volvió les hizo rendir cuentas.
Los primeros dos recibieron alabanzas y premios por su diligencia, pero cuando
Jesús concluyó la historia, su final pareció injusto. El viajero le quitó el
talento a quien no lo había invertido y se lo dio al que tenía más, anunciando
con firmeza la siguiente ley del Reino: «Porque al que tiene, le será dado, y
tendrá más; y al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado» (Mt 25.29). En
otras palabras, si usas lo que se te da, ganarás más. Si no usas lo que has
recibido, perderás hasta lo que piensas tener. En cualquier tipo de tratos, ya
sean materiales, personales, intelectuales o financieros, usa cualquier cosa
que te haya sido dada, no importa lo insignificante que sea. Hazlo
diligentemente y en una escala creciente. Busca alcanzar metas más altas cada
día. Este es el secreto del Reino, lo que garantiza el éxito a cualquier
cristiano que sepa ponerlo en práctica.
¿Qué ley del Reino rige todo
tipo de relaciones entre los seres humanos? (Mt 7.12)
Jesucristo formuló un importante
principio, el cual debe ser adoptado por toda sociedad: la ley de la
reciprocidad. Utilizo el término «ley» porque se trata de una norma universal:
«Todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también
haced vosotros con ellos» (Mt 7.12). ¡Qué profundos efectos se derivarían de
esta «regla de oro» si ella se aplicara a todos los niveles en el mundo de hoy!
Si no te gusta que tu vecino
robe tus cosas, no tomes tú las de él. No quisieras ser atropellado por un
chofer negligente, no manejes descuidadamente. Anhelas recibir ayuda en
momentos de necesidad, auxilia a otros cuando lo necesiten. No nos agrada que
la gente de la industria contamine el curso superior del río que nos pasa por
delante, no lo hagamos nosotros a quienes viven corriente abajo. No queremos
respirar aire lleno de toxinas, no hagamos sufrir a otros ese inconveniente. En
nuestro centro de trabajo, no aceptamos ser oprimidos, así que no oprimamos a
nuestros empleados. Si se aplicase esta ley del Reino no serían necesarios los
ejércitos, la policía ni las prisiones; los problemas se resolverían
pacíficamente, las cargas públicas se reducirían y se liberaría la energía de
todos. «Haz con otros como quieres que los demás hagan contigo», llevado a la
práctica, revolucionaría la sociedad. Este es el principio del Reino que debe
regir todas nuestras relaciones sociales.
¿Qué ley del Reino se necesita
para que las leyes sobre la reciprocidad y el uso den resultado? (Mt 7.7, 8)Jesús nos enseñó la ley de la
oración constante (dirigida a Dios) y de la perseverancia (en la conducta
humana). En una ocasión dijo: «Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis;
llamad, y se os abrirá» (Mt 7.7). El presente griego hace énfasis en la acción
continua: Jesús no decía llama una vez y detente, sino sigue llamando hasta que
se abra la puerta. Dios, en su maravillosa sabiduría, ha construido el mundo de
tal manera que solo los diligentes y los que perseveran obtienen la victoria.
Las personas decididas a alcanzar la meta que Dios les ha fijado, por encima de
cualquier obstáculo, triunfarán. Los temerosos y vacilantes, los que no
perseveran, siempre perderán.
Dios nos hace elevarnos para que
alcancemos metas superiores. Sólo algunos se esfuerzan lo suficiente para lograrlo.
Hace falta perseverar todo lo
que sea necesario para que las leyes de la reciprocidad y el uso den resultado.
El apóstol Pablo declaró con orgullo: «He peleado la buena batalla, he acabado
la carrera, he guardado la fe» (2 Ti 4.7). También escribió a los Gálatas: «No
nos cansemos, pues, de hacer el bien; porque a su tiempo segaremos, si no
desmayamos (Gl 6.9). En cualquier tarea que Dios te haya encomendado, no te des
por vencido, sigue adelante.
¿Qué ley garantiza la
posibilidad de realizar lo imposible? (Mc 11.22, 23) La ley de los milagros garantiza
la realización de cosas imposibles. Los milagros ocurren en nombre de Jesús,
debido al poder que fluye del mundo invisible donde está Dios. Esto se realiza
a través del espíritu humano, donde se halla el centro de nuestro ser, por
medio de la mente, donde surgen las ideas, y desde donde se comunican hacia el
mundo que nos rodea a través de la palabra hablada (véase la pregunta #8 en
cuanto a los pasos a seguir).
Pero existe una condición. No
dudes en tu corazón (Mc 11.22–24). Quienes vacilan no recibirán respuesta (Stg
1.6–8). Jesús dijo además: «Y cuando estéis orando, perdonad, si tenéis algo
contra alguno, para que también vuestro padre que está en los cielos os perdone
a vosotros vuestras ofensas» (Mc 11.25). El gran obstáculo para que se produzca
un milagro es la renuencia a perdonar. Esté justificada o no esa actitud por
las circunstancias, tenemos que librarnos de la amargura y el resentimiento, o
no habrá milagros que muevan montañas. No puede haber resentimiento, ni
amargura, ni celos, ni envidia, ni nada por el estilo. Si queremos ver
milagros, tenemos que amar y perdonar.
¿Cómo es posible que un reino se
destruya? (Lc 11.17, 18) Jesús dijo: «Todo reino dividido contra sí mismo, es asolado; y una
casa dividida contra sí misma, cae» (Lc 11.17, 18).
Esta es una verdad universal. El
mejor de los proyectos fracasa si no hay unidad. Cuando hay división, ningún
plan prospera. Por ello Satanás causa divisiones entre los cristianos. Al
dividirnos, sospechar unos de otros y fijarnos en nuestros puntos débiles,
estamos violando el más sagrado principio del éxito colectivo: la unidad.
Jesús dijo que el mundo sabría
que Dios lo había enviado si sus discípulos eran uno (Jn 17.20–23). La unidad
sirve para mostrar al mundo el origen sobrenatural de la iglesia cristiana.
«¡Cómo se aman unos a otros estos cristianos!», decía asombrada la gente del
Imperio Romano. Con unidad, la iglesia puede ganar al mundo para Cristo. Sin
unidad, la iglesia es impotente. Aun los impíos tienen éxito cuando se unen.
Observando la torre de Babel, Dios dijo: «He aquí el pueblo es uno, y todos
éstos tienen un solo lenguaje... y nada los hará desistir ahora de lo que han
pensado hacer» (Gn 11.6). Esta es la visión divina en cuanto a una humanidad
unida. ¡La unidad posee una fuerza increíble! Nada es imposible para un pueblo
unido.
En los tiempos del Antiguo
Testamento, cuando Dios deseó destruir a los enemigos de Israel, puso división
en su seno e hizo que se enfrentaran entre sí. A menudo Israel no tuvo que
acudir al campo de batalla, porque sus enemigos se destruyeron a sí mismos.
Siempre que comienzan los enfrentamientos dentro de una organización, ésta se
debilita. A menos que avance unida, nada puede hacer, ni para bien ni para mal.
Medita en lo que puede lograr el pueblo de Dios trabajando unido, y bajo Su
bendición, de acuerdo con las leyes del Reino.
¿Cómo llega uno a ser grande en
el Reino de Dios? (Lc 22.25–27) El Señor Jesús escogió hombres —por lo
general, gente humilde— para que fuesen sus discípulos. Como sucede con la
generalidad de las personas, eran orgullosos y tenían ambiciones (Mt 20.20–23).
Ante esa situación, Jesús puso un niño en medio de ellos, diciéndoles que en el
Reino serían como aquel niño: humildes, confiables, ávidos de aprender (Mt
18.4). Más tarde, cuando de nuevo se manifestó su preocupación por la posición
que ocuparían en el Reino, Jesús formuló el principio de que el mayor entre
ellos sería «como el que sirve» (Lc 22.25–27). ¡Esta norma está vigente en
nuestros días! Los más destacados en nuestra sociedad son los que sirven al
enfermo, al necesitado, al herido. Son grandes porque se han entregado a otros.
Y Jesús encabeza la lista; es el mayor de todos porque entregó su vida para
quitar el pecado del mundo (Flp 2.1–11).
El principio de la grandeza se
manifiesta en la vida cotidiana de nuestros días. Aquellos que sirven a más
personas pueden a menudo ser los más famosos y prósperos, pero sus motivos no
son esos; más bien es que el reconocimiento público parece ser el fruto
inevitable de la entrega desinteresada al servicio de los demás.
¿Qué pecado en particular impide
que fluya el poder del Reino? (Mt 18.21–35) La renuencia a perdonar obstaculiza el acceso
al Reino y a su maravilloso poder (véanse también Mt 6.5–15; Mc 11.22–26).
La primera persona que
probablemente no has perdonado eres tú mismo. A muchos les hace falta
perdonarse a sí mismo más que a cualquier otra persona. Son renuentes a perdonarse
y reconocer que Dios dijo: «Cuanto está lejos el oriente del occidente, hizo
alejar de nosotros nuestras rebeliones» (Sal 103.12). Si eres creyente, el
Señor ya ha limpiado tu conciencia de obras muertas, para que sirvas al Dios
vivo (Heb 9.14). Dios nos limpia de pecado, a fin de que sirvamos sin que nos
estorbe el sentimiento de pasadas culpas. Estas deben estar muertas, enterradas
y olvidadas.
«Si nuestro corazón no nos
reprende», dice la Biblia, «confianza tenemos en Dios» (1 Jn 3.21). Obviamente,
no podemos continuar pecando y esperar ser perdonados. Debemos librarnos del
pecado consciente y de las rebeliones contra Dios. Pero si andamos en la luz, y
en la senda del perdón, la sangre de nuestro Señor Jesucristo nos limpia
continuamente de todo pecado (1 Jn 1.7).
La segunda persona que debemos
«perdonar», si estamos amargados, es al mismo Dios. Hay quien culpa a Dios por
la muerte de un hijo, porque el esposo o la esposa lo abandonaron, porque se
han enfermado, porque no ganan suficiente dinero. Consciente o
inconscientemente acusan a Dios de todas estas cosas. Si existe un fondo de
resentimiento, no puedes experimentar el poder del Reino fluyendo a través de
tu vida; debes librarte de todo resentimiento hacia Dios. Eso puede requerir
cierta introspección. Debes preguntarte a ti mismo: «¿Estoy culpando a Dios de
mi situación?»
La tercera persona que debes
perdonar quizás sea algún miembro de la familia de quien te hayas alejado.
Ahuyenta los resentimientos, especialmente hacia quienes están más cerca de ti.
Los esposos, las esposas, los hijos, los padres, todos deben ser perdonados
cuando surgen pequeños resentimientos en el seno de la familia. Muchos dicen:
«No pensé que eso tenía importancia. Para mí era solamente un asunto de
familia». Toda renuencia a perdonar debe ser eliminada, especialmente hacia
otro miembro de la familia.
Por último, debes perdonar a
cualquier persona que haya hecho algo contra ti. Puede que tu resentimiento
esté justificado. Es posible que alguien haya hecho algo terrible contra ti.
Quizás tengas pleno derecho y suficientes razones para rechazar y odiar a esa
persona. Pero si quieres ver la vida y el poder del Reino fluyendo a través de
tu vida, es absolutamente necesario que aprendas a perdonar.
Perdona hasta el punto que te
sientas libre de resentimiento y amargura, y seas capaz de orar por quienes te
hayan herido. Si no lo haces, la renuencia a perdonar impedirá que el poder de
Dios te alcance y llene tu vida. Una vida milagrosa depende ciento por ciento
de tu relación con Dios el Padre. Esta relación se levanta estrictamente sobre
el firme cimiento del perdón que Dios te concede.
El
perdón constituye la clave de todo. Puede que existan otros pecados, y si tu
corazón te acusa de algo más, tampoco, como es lógico, te sentirás confiado
delante de Dios. Pero es la renuencia a perdonar lo que con mayor frecuencia
separa a la gente del Señor.[1]
[1]Hayford, Jack W., General Editor, Biblia Plenitud, (Nashville,
TN: Editorial Caribe) 2000, c1994.
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